Por César Barrera Vázquez
Estaban en una sesión fotográfica. La modelo,
una mujer de 18 años, pelo castaño y delgada, los veía desde el sofá rojo,
donde estaba acostada, desnuda; apenas un velo color blanco, de seda, cubría su
pubis depilado; las piernas, a través de la seda, adquirían las sinuosidades
geográficas de dos montañas níveas. Ramiro prendió un cigarro y por un momento
dejó de sentir el prematuro endurecimiento en la entrepierna.
Ramiro se movió de un lado a otro, con paso de
depredador que asecha. Buscaba el
ángulo propicio. Vio los senos, turgentes, como sendas dunas en el desierto, coronadas por dos pirámides rosadas. Rodrigo, sentado al fondo, observaba a su amigo moverse de un lado a otro.
ángulo propicio. Vio los senos, turgentes, como sendas dunas en el desierto, coronadas por dos pirámides rosadas. Rodrigo, sentado al fondo, observaba a su amigo moverse de un lado a otro.
--Estoy bien así –dijo la modelo--.
--Recuéstate un poco más, por favor. Ponte más
cómoda –contestó Ramiro, que ocultaba su rostro atrás de la cámara
fotográfica--.
Luego se acercó a ella y, delicadamente, acomodó
su pelo, de tal forma que la mirada ambarina de sus ojos se trasluciera a
través de la densidad de su cabellera castaña; luego regresó a su posición y la
observó como quien observa un cuadro que aún no está concluido. Fumó y exhaló
el humo morado del cigarrillo, sin soltar la cámara.
--¿Qué pasa, Ramiro: no te gusta la modelo?
–inquirió Rodrigo desde la penumbra del cuarto.
--No es cuestión de si me gusta o no. Eso no
tiene importancia, Rodrigo. Algo falta en la composición.
Desde donde la estaba viendo, la modelo tenía
las características visuales del Serengeti: sus piernas, hasta su cintura,
estaban cubiertas por un velo blanco; mientras que su vientre y sus costillas
--que sobresalían seductoramente de la piel--, junto con sus turgentes senos,
representaban la estepa, con un color dorado de trigo al atardecer.
Ramiro se acercó a la cortina y dejó entrar un
poco de luz; partículas de polvo resplandecían en la habitación. La modelo
comenzó a moverse en el sofá, incómoda: sus pezones comenzaron ablandarse.
Ramiro fue al refrigerador, sacó un cubo de hielo y comenzó a frotárselo en un
pezón, luego en otro, lentamente.
—Lo siento, pero es importante para el efecto
visual que busco.
Sin quitar el hielo del pezón, le sopló
delicadamente, como si tratara de aliviar el dolor de una raspadura. Los
pezones se endurecieron y se pusieron erectos de nueva cuenta. Rodrigo vio
desde lejos y fugazmente pensó en besarlos, lamerlos y darles unos pequeños
mordiscos.
La modelo, que se llamaba Sofía, se incorporó
del sofá y dejó ver su límpido sexo, que bifurcaba el cáliz de su vientre.
Rodrigo tragó saliva; Ramiro se disgustó, como si la argamasa con la que iba a
configurar su escultura se hubiera revelado.
—¿Qué pasa? –dijo Ramiro--.
—Lo siento, pero ya me tengo que ir –respondió
la modelo--.
Rodrigo la veía, pasmado, como grácilmente
buscaba su ropa interior.
—Necesito terminar la exposición para el lunes.
Sólo me faltan unas cuantas fotos. ¿Crees que mañana puedas?
—Mañana es sábado; yo te aviso –le dijo,
mientras se colocaba una tanga rosada--.
Al salir, la modelo se despidió de beso de
Ramiro y Rodrigo. El edificio, donde vivía Ramiro, era de dos pisos. Desde la
ventana de la planta superior, donde abrió la cortina para que entrara luz,
vieron a la modelo cruzar la calle y llegar a un jardín. La modelo, con un
pantalón de mezclilla y una blusa color blanco, que resaltaba más con el color
castaño de su pelo, miró hacia arriba y se despidió con un saludo, antes de
abordar el taxi.
Rodrigo se volteó hacia Ramiro y, con una mirada
inefable, le dijo:
—Eres un puto suertudo.
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