6 de mayo de 2013

Cómo hacer un desnudo fotográfico



Por César Barrera Vázquez


Estaban en una sesión fotográfica. La modelo, una mujer de 18 años, pelo castaño y delgada, los veía desde el sofá rojo, donde estaba acostada, desnuda; apenas un velo color blanco, de seda, cubría su pubis depilado; las piernas, a través de la seda, adquirían las sinuosidades geográficas de dos montañas níveas. Ramiro prendió un cigarro y por un momento dejó de sentir el prematuro endurecimiento en la entrepierna. 

Ramiro se movió de un lado a otro, con paso de depredador que asecha. Buscaba el
ángulo propicio. Vio los senos, turgentes, como sendas dunas en el desierto, coronadas por dos pirámides rosadas. Rodrigo, sentado al fondo, observaba a su amigo moverse de un lado a otro. 
--Estoy bien así –dijo la modelo--. 
--Recuéstate un poco más, por favor. Ponte más cómoda –contestó Ramiro, que ocultaba su rostro atrás de la cámara fotográfica--. 
Luego se acercó a ella y, delicadamente, acomodó su pelo, de tal forma que la mirada ambarina de sus ojos se trasluciera a través de la densidad de su cabellera castaña; luego regresó a su posición y la observó como quien observa un cuadro que aún no está concluido. Fumó y exhaló el humo morado del cigarrillo, sin soltar la cámara. 
--¿Qué pasa, Ramiro: no te gusta la modelo? –inquirió Rodrigo desde la penumbra del cuarto.
--No es cuestión de si me gusta o no. Eso no tiene importancia, Rodrigo. Algo falta en la composición. 
Desde donde la estaba viendo, la modelo tenía las características visuales del Serengeti: sus piernas, hasta su cintura, estaban cubiertas por un velo blanco; mientras que su vientre y sus costillas --que sobresalían seductoramente de la piel--, junto con sus turgentes senos, representaban la estepa, con un color dorado de trigo al atardecer.
Ramiro se acercó a la cortina y dejó entrar un poco de luz; partículas de polvo resplandecían en la habitación. La modelo comenzó a moverse en el sofá, incómoda: sus pezones comenzaron ablandarse. Ramiro fue al refrigerador, sacó un cubo de hielo y comenzó a frotárselo en un pezón, luego en otro, lentamente. 
—Lo siento, pero es importante para el efecto visual que busco. 
Sin quitar el hielo del pezón, le sopló delicadamente, como si tratara de aliviar el dolor de una raspadura. Los pezones se endurecieron y se pusieron erectos de nueva cuenta. Rodrigo vio desde lejos y fugazmente pensó en besarlos, lamerlos y darles unos pequeños mordiscos. 
La modelo, que se llamaba Sofía, se incorporó del sofá y dejó ver su límpido sexo, que bifurcaba el cáliz de su vientre. Rodrigo tragó saliva; Ramiro se disgustó, como si la argamasa con la que iba a configurar su escultura se hubiera revelado.
—¿Qué pasa? –dijo Ramiro--. 
—Lo siento, pero ya me tengo que ir –respondió la modelo--. 
Rodrigo la veía, pasmado, como grácilmente buscaba su ropa interior.
—Necesito terminar la exposición para el lunes. Sólo me faltan unas cuantas fotos. ¿Crees que mañana puedas?
—Mañana es sábado; yo te aviso –le dijo, mientras se colocaba una tanga rosada--.
Al salir, la modelo se despidió de beso de Ramiro y Rodrigo. El edificio, donde vivía Ramiro, era de dos pisos. Desde la ventana de la planta superior, donde abrió la cortina para que entrara luz, vieron a la modelo cruzar la calle y llegar a un jardín. La modelo, con un pantalón de mezclilla y una blusa color blanco, que resaltaba más con el color castaño de su pelo, miró hacia arriba y se despidió con un saludo, antes de abordar el taxi. 
Rodrigo se volteó hacia Ramiro y, con una mirada inefable, le dijo: 
—Eres un puto suertudo.


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